La puerta seguía cerrada. Con bastante esfuerzo, acaso miedo disfrazado de esfuerzo, buscó dentro del bolsillo izquierdo de su pantalón. Hurgó incansable hasta encontrar sus llaves. Suspiró. Por un instante la duda tomó el control: apartó su mano del picaporte, dio media vuelta dispuesto a escapar de esa rutina que no lo dejaba en paz segundo a segundo, día con día, año tras año. La simple posibilidad de cruzar en sentido opuesto por el pasillo le dibujó una gran sonrisa en el rostro; brindarse la oportunidad de celebrar un año más de vida alejándose para siempre de todo aquello que tanto esfuerzo le costó construir y que, sin embargo, ahora le resultaba completamente ajeno: la casa, el coche, los trajes, el seguro de vida, las vacaciones anuales, el sistema de cable, la sala y el comedor de acabados exquisitos, los besos en la frente a la esposa, los regaños educativos para los hijos, pasear al perro, tirar la basura...
Ahora, con la mirada en el pasillo, deseaba volver a la rebeldía de antaño, a las playeras holgadas, las lecturas revolucionarias, los conciertos con causa, las caricias lujuriosas y furtivas, los besos de despedida, el amor verdadero con fecha de caducidad. Ahora deseaba más que nunca ser libre, volar.
La puerta, implacable, le desvaneció esa sonrisa anhelante. Sin más preámbulo clavó la llave en la cerradura, giró el cerrojo y abrió. Al prender la luz escuchó el clásico grito "¡Sorpresa!" de su familia y amigos que salían de sus escondites predilectos. Como siempre fingió alegría, destapó el regalo de su mujer (la misma loción de siempre), la besó en la frente en agradecimiento y súbitamente corrió hasta la ventana, donde sólo el piso húmedo de aquella tarde lluviosa pudo detenerlo.
La sorpresa había hecho lo mismo hace tanto tiempo ya...
(Soy independiente Pinta en la Del Valle, DF)